Por: Dra. Blanca Solares Altamirano
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Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM-UNAM)
La mayor parte de los instrumentos técnicos producidos por el hombre no sólo tienden a ser una prolongación de sus posibilidades corporales y en ese sentido a acrecentar su poder sino al mismo tiempo a dotar a su “imaginario” de una importante fuente para su valorización. Algunos de estos medios técnicos suelen suscitar un vínculo con mitos y símbolos antiguos. Así, por ejemplo, el avión puede reavivar los mitos del vuelo mágico; el coche, el símbolo de “el gato con botas” que de un paso recorre 7 leguas; o la casa concebirse como una especie de prolongación del cálido nido donde fuimos concebidos, cuna, paraíso e infancia, entre otros.
Las modernas técnicas de la imagen, específicamente la televisión y el impresionante cúmulo de productos audio-visuales y sus correspondientes conductos de visión (cine, video juegos e internet), para nada escapan a esta mixtificación sino que, antes bien, se han convertido en los últimos tiempos, en un auténtico fenómeno social tan familiar y banal a la vez que resultan inquietantes, justo en lo relativo a la carga de “imaginario” que vehiculizan.
En los rincones más alejados del mundo, el fenómeno televisivo se reconoce hoy como el espectáculo suministrado a través de un tragaluz que al iluminarse, al parecer mágicamente, suscita un movimiento de imágenes, generalmente en color, que reclaman de principio la mirada atenta y fija de seres sentados e inmóviles de cara a ella.
En todos los hogares, la televisión se concibe hoy, como un mueble estándar, sin demasiadas variaciones ni innovaciones técnicas a la vez que dependiente de la electricidad como una fuente de energía obvia y relativamente barata. Dentro del espacio doméstico, la televisión suele colocarse en el “corazón” del hogar, vinculada a un ámbito de intimidad y reposo, como sinónimo de ruptura con el trabajo y las obligaciones diarias o como espacio abierto “hacia fuera” en el sentido de un “lazo con el mundo”; se presenta también como la fuerza de una presencia y palabra “distintas” con respecto a un medio familiar aburrido convertido desde hace tiempo en la conocida propiedad privada de puertas cerradas y reglas fijas, al que ninguna persona ajena debe acceder sin autorización.
Por curioso que parezca, así como al interior de la comunidad arcaica, el lugar de consagración ocupaba un espacio central en el ámbito geográfico de la comunidad, así ocurre hoy en día con la televisión en la casa doméstica, que ocupa su lugar “en el centro” del hogar.
La televisión se asemeja en cada casa a una especie de objeto sustituto de lo sagrado-moderno-camuflado. Así como antaño en las comunidades primitivas, el aparecimiento de lo invisible se suscitaba en un espacio cerrado y oscuro propio para la concentración y el recogimiento, la imagen televisiva suele aparecer frecuentemente dentro de una habitación cerrada, con la luz tenue o apagada a fin de que lo invisible pueda aparecer.
La pantalla colocada en un cuarto de la casa termina por hacerse central o bien, suele directamente colocársela encajada en lo alto de una pared, así en los consultorios, restaurantes, bancos, aeropuertos, salas de espera y en los autobuses, entre otros, asemejándose con frecuencia a un tipo de altar sobre el que la imagen de la divinidad desciende en el espesor de la cotidianidad profana, obligando a mirarla se quiera o no. Sea cual fuere el entorno y los mensajes visuales que difunde, el aparato televisor dicta un conjunto cuasi-ritual de actitudes y comportamientos uniformes a lo largo y ancho del planeta Tierra: el mobiliario doméstico se dispone sobre todo con el fin práctico de favorizar la experiencia perceptiva del espectáculo televisivo, los espectadores se colocan orientando su atención hacia la fuerza luminosa, los horarios de reunión se establecen de acuerdo a la transmisión de un espectáculo programado generalmente a una hora fija (noticieros informativos, series, competencias deportivas), los silencios y los intercambios verbales dependen y están dictados por la imagen-sonido del transmisor.
La energía que transporta la imagen, por lo demás, como sucede con el suministro doméstico de agua, luz o el teléfono, resulta difícil de explicar para el común de los mortales, nada más “lógico” pues que asociarla “con fuerzas invisibles”. De ahí que prender la televisión, para el espectador, no represente sino una especie de rito de iluminación de una “luz sagrada” a través de la cual el fiel logra comunicarse con su dios invisible.
El ojo y la oreja se colocan luego en posición pasiva, en actitud de recepción, como si se estuviera, en efecto, frente a la revelación de lo divino. De manera que lo que podríamos entender en primera instancia como “imaginario” social o “facultad” de hacerse de imágenes y mensajes aparentemente autónomos y neutrales, en realidad, alude a la recepción pasiva de un conjunto de significados habituales preconcebidos y cerrados sobre sí mismos a base de su repetición insistente, monótona y teledirigida.
Así como la televisión, además, no va sin publicidad, no hay publicidad que aparte del consumo de nada (drogas, alcoholismo, vicios y adquisición de todo tipo de mercancías superfluas). A través de la participación visual en el conjunto de las imágenes que irrumpen a través de la televisión y la pantalla en general, más allá de una pulsión lúdica, de diversión o necesidad de estar bien informado, el hombre satisface otro tipo de necesidades mucho más profundas de lo que racionalmente estaría dispuesto a aceptar, por ejemplo: la conformación de un lazo comunitario degradado (o la reunión en torno al televisor de cuerpos inmóviles y callados, alrededor de la recepción común de un programa prediseñado de acuerdo a intereses ajenos al espectador); la afirmación del individuo (alienado) y el camuflaje de su relación con lo invisible (en el sentido de que en última instancia los distintos programas e incluso canales son todos semejantes al mismo poder “invisible” que los hace aparecer); la necesidad de trasgresión, en este caso, sin retorno (en el sentido de que la televisión crea incluso la ilusión en sus adeptos de introducirse en mundos “prohibidos” a través de los cuales no hace sino aumentar el poder alienante del Yo).
El tiempo de contacto con la imagen televisiva constituye un lapso capaz de arrastrar con la contradicciones constitutivas de la vida, pero si además se asocia la belleza con el crimen, como es propio de gran parte de la industria cinematográfica y los videojuegos, se construye un callejón sin salida, estimulando el deseo de acabar con todo y destruirse incluso a uno mismo. La experiencia visual, compartida frecuentemente con otras personas en soledad múltiple, provee a todos de una suerte de experiencia homogénea y virtual corroborada por el comentario periodístico que alimenta los intercambios sociales, donde se afirma el punto de vista trivial y estereotipado sobre las cosas y las relaciones humanas.
Así pues, partir de los pocos elementos hasta aquí expuestos resulta sin embargo posible observar que la televisión reorienta el inevitable resurgimiento de conductas humanas extremadamente arcaicas y relacionadas con el imaginario de lo sagrado, resguardado por miles de años en las comunidades antiguas como iniciación en el misterio, pero fundamentalmente camufladas aquí con respecto de su sentido básico: las relaciones con lo invisible, la necesidad de afirmar la solidaridad entre los hombres, el desarrollo de un individuo interiormente libre.
Aspectos fundamentales para el cultivo de una vida social abierta, tolerante y capaz de enfrentarse con responsabilidad a los retos del presente siglo. Desde la Segunda Guerra Mundial el conjunto de los acontecimientos políticos y sociales está sujeto a su revisión “mediática”, es decir, a posibilidades insospechadas de manipulación, tanto de la imagen como del contenido de los mensajes que transmite: llamado urgente a una reflexión profunda sobre el acto banal de “encender el televisor”.
Blanca Solares Altamirano, realizó sus estudios de licenciatura en Relaciones Internacionales, posteriormente la Maestría en Estudios Latinoamericanos en la UNAM y el Doctorado en Sociología en la Universidad de Frankfurt. Está adscrita al Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, donde desarrolla la línea de investigación Cultura y procesos de simbolización. Actualmente, participa en el desarrollo de los proyectos de Cultura y Pensamiento Contemporáneo y Filosofía y religión en el cambio de milenio, bajo la dirección de Eugenio Trías, en la Universidad Pampeu Fabra (Barcelona). Coordina el Diplomado Análisis del mito, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y dirige el Seminario para doctorantes, Pensamiento y Religión en el México antiguo.